lunes, 27 de junio de 2011

Cuando los Atlantes llegaron a Brasil.
Tomado de la Revista Año Cero.
 Por Pablo Villarubia. Abril 1993

El 22 de Abril del año 2000 se celebrará otro Quinto Centenario: el del descubrimiento de Brasil por el comandante portugués Pedro Alvares Cabral a cargo de la corona lusitana. Desde entonces, este país y su vasta extensión territorial -casi 8,5 millones de km cuadrados- ha sido escenario de una infinidad de incógnitas y sorpresas. Durante años, los arqueólogos han intentado descubrir los orígenes de los nativos o de las civilizaciones desaparecidas antes de la llegada de Cabral. Recientes hallazgos en el nordeste brasileño han sido motivo de polémica y de impacto contra las teorías hasta entonces vigentes sobre el origen del hombre en América; sus aceptados 25000 años de antigüedad se han convertido ahora en 48000 y hay quien se plantea hasta 70000. A pesar de la datación por el carbono 14 de esos hallazgos, todavía científicos que rehusan aceptar esta información.
Ahora bien, el misterio no ha sido aclarado, y civilizaciones como la Marajoara (del norte del Pará, en la desembocadura del rio Amazonas) o las del interior del estado de Bahía, que han erigido ciudades ciclópicas, mantienen innumerables incógnitas. Hay que recordar que hasta hace muy pocos años la comunidad científica internacional creía que el territorio brasileño sólo habia albergado indios culturalmente retrasados, que andaban en taparrabos y únicamente sabían construir toscas cabañas de paja a raíz de las inhóspitas condiciones del ambiente selvático, de la sabana y de algunos desiertos.
Pero ese concepto tradicional comenzo a experimentar un cambio radical a principios de siglo, cuando varios investigadores - entre los que se contaban exploradores, arqueólogos y periodistas - dieron con una nueva y sorprendente teoría: la que relacionaba el origen de varias de estas civilizaciones con el continente perdido de la Atlántida.
Según la hipótesis mas conocida y aceptada entre los atlantólogos, en base a las descripciones hechas por Platón en el siglo IV AC, la Atlántida habría existido en medio del océano Atlántico y se habría hundido bajo las aguas tras un violento cataclismo hace aproximadamente 11000 años. Según los Diálogos, habria sido un gran continente habitado por una avanzada civilización "... cuyas casas tenían tejados de oro, con barcos y ejércitos destinados a invasiones y conquistas..."
Basándose en estas y otras informaciones, el coronel ruso Alexander Pavlovich Braghine comenzó a moverse en busca de los vestigios que los atlantes pudieran haber dejado en otros continentes. Nacido en Moscú en 1878, Braghine fue jefe del servicio de contraespionaje del zar durante la Primera Guerra Mundial, y había combatido contra el ejército rojo. Tras la revolución rusa se exilio en Inglaterra y luego en Brasil, donde cambió su nacionalidad. Hasta su fallecimiento, ocurrido en Río de Janeiro em 1942, la Atlántida fue una de las obsesiones de su vida y sobre ella publicó dos libros: O enigma da Atlántida y Nossos descendentes da Atlántida.

Para el apasionado ex coronel, las leyendas difundidas entre los indígenas americanos en cuanto a los grandes maestros civilizadores o profetas, como Quetzalcoatl entre los aztecas, o Viracocha entre los incas, eran la demostración de la presencia de los atlantes en las Américas. En Brasil, los indios tupis adoraban a Sumé, un dios barbado y de piel blanca, similar a sus homólogos entre aztecas e incas, que habia venido del Oriente, es decir, de donde había existido el continente atlante.
Braghine también citaba a las Amazonas, que en 1541 habían sido vistas por el explorador español Francisco de Orellana, cuando navegaba por el rio que ganaría el nombre de las mujeres guerreras. Estas féminas de piel blanca podían haber sido las descendientes de los supervivientes de la Atlántida, y mantenido muchas de las costumbres de sus antepasados. Por ejemplo, usaban en símbolo universal de la fertilidad, la rana o el batracio, en forma de amuletos, que eran conocidos como muiraquitas entre los indios brasileños. Tallados en una piedra verde llamada nefrita, amazonita o jadeíta, no sobrepasaban los 4 o 6 centímetros. Según los relatos de los exploradores como el alemán Alexander Humboldt y el francés Bonpland, los indios tupís-guaranís contaban que las icamiabas (el nombre indio de las amazonas) sin marido quitaban la piedra bruta de un lago sagrado, el Jaciuaruá ("Espejo de la luna") para transformarla en objetos de gran valor mágico y medicinal, a causa de que sus poseedores siempre rehusaban venderlas. Tales objetos son absolutamente únicos en toda América y causaban extrañeza a muchos expertos por el hecho de estar tan bien labrados y con técnicas aparentemente tan avanzadas como para compararlas a las de los indios.

En la zona donde posiblemente habrían habitado las amazonas existen otros lugares enigmáticos relacionados con los descendientes de atlantes en Brasil: la isla de Marajó, en la desembocadura del río Amazonas, (la mayor isla fluvial del mundo, con casi 50000 km cuadrados) tiene una enorme extensión de pantanos todavía sin explorar, y espesas selvas donde sobresalen las seringueiras o árboles del caucho.
Probablemente, esta isla es uno de los espacios que se reserva la mayor cantidad de secretos sobre antiguas civilizaciones avanzadas de América. Braghine la consideraba como una colonia atlante de gran importancia, cuyos habitantes se habrían mezclado con los nativos y desarrollado técnicas de confección de cerámica muy exclusivas, de corte antropomorfo. Los pueblos marajoaras podrían haber llegado, conforme indica la arqueología ortodoxa, hacia el año 1000 AC, y permaneciendo allí hasta 1350, cuando desaparecieron de forma desconocida.
Los marajoaras dejaron grandes necrópolis de barro repartidas por toda la isla. El barro o la arcilla era la base de esa civilización que vivía en palafitos, y cuyas cerámicas antropomorfas son consideradas las mas ornamentadas de todas las Américas, aún más que las de los pueblos andinos y mexicanos.
El último representante de la cultura marajoara es Raimundo Cardoso, de 70 años, un indígena que habita un pueblo cercano a Belén do Pará, a escasos kilómetros de la isla de Marajó. Cardoso heredó de sus abuelos las técnicas tradicionales de confección de la cerámica, que ahora intenta enseñar a sus hijos, para que no se pierdan. "Antiguamente yo hacía la cerámica porque me gustaba, sin saber lo que significaban aquellas exquisitas figuras antropomorfas y geométricas", declara. "Pero en los últimos años comencé a buscar información sobre mis antepasados. Puedo afirmar con seguridad que tenian técnicas ceramistas tan avanzadas como las de los griegos. Lo más apabullante son unas inscripciones que recuerdan un alfabeto y cuyas letras se parecen a otras encontradas en el antiguo Oriente".
Cardoso añade que la sociedad marajoara era matriarcal, y las mujeres eran quienes dominaban la técnica de modelar y cocer la arcilla. Los dibujos o formatos de mujeres embarazadas, ranas y sapos como símbolos de la fertilidad, y de la luna, son una clara demostración del culto a lo femenino, que puede tener vinculaciones con las amazonas atlantes.


Otras culturas de origen incógnito han habitado las planicies selváticas de la cuenca del Amazonas: los tapajós (que hacían lámparas semejantes a las del Oriente), los maracá con pinturas a todo color, entre las que destacaban las del dios Jaguar... Desgraciadamente, muchos de los más importantes objetos arqueológicos de esos pueblos han sido robados por saqueadores de necrópolis y vendidos a coleccionistas particulares de Europa, EEUU y Japón, que los guardan bajo siete llaves.
Los misterios atlantes de la Amazonia no se terminan con estos pueblos. El
explorador y escritor francés Marcen F. Homet, autor de los libros Os filhos do Sol y Na trilha dos deuses solares, emprendió entre los años 40 y 50 varias expediciones a la región noroeste de la Amazonia brasileña, donde había encontrado vestigios que pensó correspondían a la civilización atlante: inscripciones y dibujos sobre piedras (dólmenes) y leyendas entre los indios que hablaban de un pueblo desaparecido, constituidos por gigantes pelirrojos con ojos azules, que en otro tiempo dominaron la Amazonia.
Uno de los principales vestigios de estos gigantes pelirrojos puede haber sido la piedra pintada, un gigantesco monolito de casi 30 mts de altura y 100 de extensión, cuyas paredes están recubiertas de símbolos y grabados como una gigantesca serpiente estilizada de siete metros que presenta en sus extremidades una cabez y un órgano genital masculino de grandes dimensiones. En total son 600 mts cuadrados de pinturas, que incluyen una especie de alfabeto desconocido, y que Homet achaca a los atlantes o sus descendientes, los cuales habrían logrado escapar del cataclismo hacia América y Europa, donde dieron origen a culturas sui generis como la de los celtas y vikingos, a los que el denomina Homo Atlanticus.
Otros datos recabados por Homet nos cuentan las tradiciones de los indios de la tribu Makuschi, en el norte de Roraima, que hablan del Rey Maconem "príncipe de la era del diluvio", predecesor o coetáneo de Decaulión, el héroe del diluvio en las leyendas de la región del Mediterráneo europeo. El explorador francés no deja tampoco de compaginar la leyenda de El Dorado com la de la Atlántida: considera Manoa o El Dorado una Atlántida en miniatura, puesto que una tradición existente entre los nativos de la sierra de Parimá (en el extremo norte de Rondonia), recogida por el portugués Francisco Lopes en el siglo XVI y publicada en 1530 en la Historia Geral das Indias, habla de una ciudad con muros y tejados de oro ubicada en la isla de un gran lago salado. En el centro de la ciudad estaría un templo consagrado al Sol. Homet reflexiona que Manoa podía haber sido la legendaria Ophir de los atlantes, donde habría minas de oro, y que tendría características semejantes a la ciudad descrita por Platón en su Critias.
A casi 3000 km del estado de Roraima, en el estado de Paraíba, al nordeste de Brasil, se erige uno de los más espectaculares enigmas arqueológicos brasileños: la piedra labrada de Ingá. En realidad, es un gran monolito de piedra gris que posee 24 metros de longitud por 3 de altura y yace en medio de una zona semiárida, a 88 km de la capital del estado, la ciudad colonial de Joao Pessoa. Las inscripciones que la recubren de punta a punta estan labradas en bajorrelieve -hecho poco común entre los antiguos habitantes de Brasil- y no tienen parangón con otras escrituras, símbolos o dibujos de cualquier parte de América.
Fue el bandeirante (nombre que se daba a los antiguos exploradores del interior de Brasil) Feliciano Coelho de Carvalho quién descubrió primero a los europeos el monolito en 1598. Los indios conocían la historia de esta piedra tan solo a partir de relatos de sus antepasados; esta estaría ligada a una profecía. A la llegada del dios Sumé, el dios blanco de barbas que venía del naciente. Por eso, los curas portugueses, confundidos con el dios blanco y su séquito, tuvieron tanta facilidad para catequizar a los indígenas de Paraiba.
"La piedra de Ingá fue labrada hace 5000 años por los hititas, un pueblo que vivió en la planicie de Anatolia, donde hoy se ubica el territorio turco y parte de Siria. Ellos poseían nociones de navegación capaces de llevarlos al otro lado del Océano Atlántico y alcanzar el litoral nordeste. Además, los hititas, igual que los vikingos y celtas, podrían muy bien haber sido descendientes directos de los atlantes huídos del gran diluvio citado por la Biblia", apostilla Gabriele D'Annunzio Baraldi, un italiano afincado en Brasil, arqueólogo por afición y explorador de los lugares misteriosos de ese país, que desde hace cinco años se dedica a estudiar el monolito. Para llegar a esa conclusión, comparó los simbolos del Ingá con los hieroglifos hititas del diccionario francés Emmanuel Laroche, encontrando desconcertantes similitudes.

En la Biblioteca Nacional de Brasil se pueden encontrar innumerables manuscritos y documentos del período colonial, muchos de los cuales son obras únicas traídas por el soberano portugués Don Joao VI y la familia de los Braganza cuando huyeron de Lisboa a causa de la invasión de las tropas napoleónicas. Uno especialmente importante es el manuscrito catalogado tan sólo como número 512, que consiste en una carta enviada al bandeirante Francisco Raposo al virrey en 1754, describiendo el hallazgo un año antes de una extraña ciudad de piedra en el nordeste del estado de Bahía, mientras estaba buscando las legendarias minas de plata de Muribeca.
En el mencionado documento se puede leer (en las partes menos castigadas por el tiempo) que en la ciudad había una gran construcción que enarbolaba delante de su fachada principal un monolito cuadrado con muchas inscripciones. Dentro del presunto edificio había quince escalones, cada uno con una cabeza de serpiente esculpida en piedra. Estos indicios, junto con las inscripciones de un extraño ídolo de piedra, presuntamente originario de Brasil.

"Tres años después de la salida de Keftiú (cuenta el cronista Ama, de raza didodiana y al servicio del rey Idomine) la nave Cnossos, siguiendo el trayecto de un navegante fenicio nativo de Biblos y llamado Arad, naufragó en las cercanías de la Bahía de Marajó". Así habrían llegado los cretenses, descendientes de los atlantes, a Brasil y a partir de allí habrían alcanzado la región central del actual Matto Grosso-Goias, desarrollando una civilización altamente tecnológica. Esto es lo que escribió en 1929 el novelista brasileño Menotti del Picchia (fallecido en agosto de 1988) en su novela La hija del Inca, quizá una de las más fantásticas y extraordinarias historias de la escasa historia de la ciencia ficción brasileña.
A pesar del aspecto ficticio hay que subrayar algo importante de la vida de Menotti del Picchia: el escritor paulista era un atlantólogo fanático y buena parte de su biblioteca estaba reservada al tema. Seguramente Menotti se inspiró en la expedición de Fawcett para escribir La hija del Inca, donde el capitán del ejército nacional Paulo Fregoso y un cabo son los únicos supervivientes de una expedición al Brasil Central, donde encuentran una ciudad metálica con robots que se transforman en cohetes siderales (parece como si Menotti estuviera anticipando las series japonesas de televisión).
Si Menotti no se pronunciaba respecto a sus opiniones sobre la Atlántida, otro brasileño, Caio Miranda, uno de los fundadores de la Antigua Sociedad Teosófica Brasileña, fue uno de sus mayores divulgadores teóricos, principalmente en los años 30. Debido a sus capacidades mediúmnicas o de clarividencia, llegaría a ser comparado con Edgar Cayce. Sus visiones del pasado demostraron que un millón de años atrás la civilización atlante desarrolló ocho ciudades principales, dentro de un sistema parecido al feudalismo teocrático de la Europa medieval.
En aquel entonces, el Africa occidental estaba unida al territorio sudamericano que correspondería a la actual Río de Janeiro, y se había establecido una importante zona de comercio bajo la tutela del atlante Baldezir, que para Miranda es la raíz del nombre Brasil, y de su hijo Jetzabal, rey de la Tercera Ciudad. Baldezir había sido sorprendido por un cataclismo que fragmentó la Atlántida (sin llegar a destruirla) y dejó su efigie esculpida en la famosa Piedra da Gávea, que sigue existiendo hoy en Río de Janeiro y ha sido objeto de numerosas expediciones que han encontrado en su cima inscripciones indescifrables.
La clarividencia de Miranda mostró que hubo una tremenda confusión tectónica que dio origen al océano Atlántico: hasta el año 90000 antes de Cristo se sucedieron varios movimientos (menos intensos) de actividad tectónica y alguno de los momentos mas fuertes puede haber coincidido con el diluvio descrito en la Biblia. El último fragmento de tierra en desaparecer fue la isla de Poseidonis, citada por Platón. Varios sabios se salvaron y lograron alcanzar México, Perú, India, Egipto, China, Escandinavia y el Cáucaso, creando en esos sitios núcleos comunitarios donde impartieron su enseñanza. En Escandinavia, esos sabios transmitieron sus conocimientos a los vikingos, que, según estudios recientes, pudieron haber llegado a Brasil antes que los portugueses gracias a las técnicas atlantes de navegación. A la India llevaron los secretos del yoga y a Egipto las medidas astronómicas y matemáticas que se emplearon en la construcción de las pirámides. Manco Capac, el primer inca, habría sido uno de los sabios atlantes que se salvó del diluvio y resurgió en la isla del lago Titicaca. A Brasil llegó el dios Sumé, de los tupis-guaranís.

En la región central del estado de Goiás -donde predominan sierras y sabanas deshabitadas- existen vestigios de ciudades, estatuas y murallas de las que nada se sabe. Están a 35 km de un pueblo llamado Paraúna, en la Sierra de Portaria. Una de las pocas personas que han investigado in situ las ruinas ha sido el periodista Alodio Tovar, que opina que muchas figuras de gigantes de las sierras fueron talladas por el viento y acabadas por la mano del hombre.
Las rocas con varios metros de altura expresan rostros humanos y anomales típicos de la región. Cerca esta la Cidade de Pedra, constituida por bloques regulares que forman la base de edificaciones. Las calles y plazas están recubiertas de paralelepípedos; Tovar cree que la ciudad puede estar relacionada con reinos subterráneos, como Agartha. La región es famosa por sus cuevas inexploradas, que podrían estar conectadas con las ciudades subterráneas de la Sierra del Roncador. En 1933, una expedición inglesa halló en una de ellas un inmenso salón capaz de albergar a miles de personas.
Lo más apabullante de Paraúna es una gran muralla de casi quince km de extensión en el valle de la Sierra de Gales. Muy fragmentada, tiene una altura media de 4 metros y su anchura no supera los 1,3 metros. Sus bloques de piedra granítica tiene encajes casi perfectos, y recuerdan aquellos encontrados en Macchu Picchu o Cuzco. A 18 km de Paraúna hay otra Sierra, la de la Arnica, llamada así por la abundancia con que en ella se da esa planta medicinal. Ahí yacen enormes bloques de piedra, también parecidos a figuras humanas y animales. No obstante, el sitio mas fascinante es la Gruta de las Figuras Increíbles, ubicada entre Paraúna y el municipio de Ivolancia, en un lugar de difícil acceso donde abundan los grandes bloques de arenito rojo. Esa cueva posee centenares de dibujos enmarañados y reunidos en un panel, pintados con pintura blanca y roja. Tovar interpreta esos dibujos como estilizaciones de símbolos e imágenes que existieron en otras civilizaciones y épocas.

El único verdadero vestigio territorial de la Atlántida en zona de dominio brasileño podría encontrarse en el actual archipiélago de Fernando de Noronha, situado en el Océano Atlántico, a 345 km de la costa del estado de Río Grande do Norte. Sus veinte islas corresponden a la parte mas alta de un volcán cuya base tiene 60 km de diámetro y se halla a 4000 metros de profundidad. La isla principal tiene 18 km cuadrados y en ella habitan 1346 personas, todas ellas marinos brasileños y sus familias. Apenas tiene ríos, y el agua potable se recoge de las lluvias o se transporta desde el continente. El paisaje es de una desolación casi total.
El gobierno controla el turismo que llega a la región, y en algunos momentos ha llegado a prohibirlo. Lo más impresionante para los escasos visitantes son unos picos que se elevan abruptamente hacia el mar, como el de la Bandeira, de 181 metros, y el Pico, de 321. El resto de la isla lo forman extensos llanos de roca negra o cenizas volcánicas. Si, como supone Braghine, hubiera existido en Fernando de Noronha alguna población atlante, lo mas seguro es que hoy no quedara ni el polvo, tan fuerte parece haber sido la actividad volcánica en la zona.
Otra isla misteriosa es la de Trindade, también de origen volcánico y situada a 1100 km de la costo del estado de Espíritu Santo (al norte de Río de Janeiro). Con tan sólo 8,2 km cuadrados, en ella solo hay una base de observaciones de la marina brasileña. En la década de los 50 se hizo famosa mundialmente cuando el comandante Almino Baraúna fotografio un OVNI que fue visto también por algunos marineros. Las fotos, cuyos negativos están en poder del gobierno norteamericano, han sido consideradas auténticas por los laboratorios de análisis ufológicos de EEUU.
Otros posibles resquicios del continente original de la Atlántida son los peñones de San Pedro y San Pablo, a 900 km de la costa brasileña. Esas montañas acuáticas tienen tan solo como habitantes a miles de aves migratorias y son importantes núcleos ecológicos, a pesar de que apenas poseen vegetación. No se sabe cuándo han surgido, mas pueden ser resultado de las constantes actividades sísmicas y tectónicas que machacan los cimientos del océano Atlántico desde la destrucción de la Atlántida. Y están ahí para verlos.